Al día siguiente ya no tuve dinero para darle, ni al otro. Pero su saludo y sus ojos bailarines me perseguían, me obsesionaban en aquel trocito de la calle de Aribau. Inventé mil trampas para escabullirme, para burlarle. Algunas veces di un rodeo subiendo hacia la calle Muntaner. Por entonces fue cuando tomé la costumbre de comer fruta seca por la calle. Algunas noches, hambrienta, compraba un cucurucho de almendras en el puesto de la esquina. Me era imposible esperar a llegar a casa para comérmelas…Entonces me seguían siempre dos o tres chicos descalzos.
- ¡Una almendrita! ¡Mire que tenemos hambre!
- ¡No tenga mal corazón!
(¡Ah! ¡Malditos!, pensaba yo. Vosotros habéis comido caliente en algún comedor de Auxilio Social. Vosotros no tenéis el estómago vacío) les miraba furiosa. Daba codazos para librarme de ellos. Un día, uno me escupió….pero si pasaba delante del viejo, si tenía la mala suerte de tropezarme con sus ojos, yo le daba el cucurucho entero que llevaba en la mano, a veces casi lleno. Yo no sé porqué lo hacía. No me inspiraba la más mínima compasión, pero me crispaba los nervios con sus ojos pacíficos. Le ponía las almendras en la mano como si se las tirase a la cara y luego me quedaba casi temblorosa de ira y de apetito insatisfecho. No lo podía soportar. En cuanto cobraba mi paga pensaba en él y el viejo tenía un sueldo de cinco pesetas mensuales que representaban un día menos de comida para mí. Era tan psicólogo, el muy ladino, que ya no me daba las gracias. Eso sí, no podía prescindir de su saludo. Sin su saludo yo me hubiera olvidado de él. Era su arma de combate.
Nada, de Carmen Laforet.
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